Una
simple gota de agua era lo que suplicaba aquella alma abrasada por el calor de
las llamas. Su hogar y su manada habían desaparecido por el fuego, su pelaje y
su piel quemada, le causaban un dolor tan intenso que no podía parar de llorar.
Aun así, luchó por su vida, arrastrándose en un camino de cenizas hasta llegar
a un pequeño pueblo a las afueras del bosque. Una dulce niña se encontró al
pequeño koala en su jardín, tirado en el suelo, completamente exhausto y
mirando hacia la fuente, estaba tan cerca pero a la vez tan lejos, la pequeña
viendo el dolor del pobre animal fue corriendo a por un cazo para darle agua,
fue a la fuente y primero le tiró un poco por encima y luego le dio de beber.
Una vez apagada su sed, el indefenso koala se acercó hacía la niña y
recostándose en sus rodillas se quedó
dormido. Ella lo cogió con mucho cuidado, lo llevó a dentro, y, junto a su
madre sanaron sus heridas. Físicamente se recuperó, pero su tristeza jamás le
abandonó.

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